Esclavos de las cosas

Por Jairo Cala Otero




Hay una lucha incesante, casi delirante, por cierto, que a diario libran algunas personas: la de perseguir a toda costa la posesiĆ³n de bienes materiales, con el convencimiento de que en ellos van a encontrar la felicidad, ese componente de la vida tan aƱorado por todos los humanos.

La lucha se vuelve sin sentido porque entraƱa una enorme contradicciĆ³n. Mientras que ser feliz no significa esclavizarse de nadie ni de nada, las personas que batallan diariamente por alcanzar riquezas sin lĆ­mite, o por conseguir una fuente de ingresos econĆ³micos aun atropellando a otros y acudiendo a mĆ©todos casi delictivos, se entregan por completo a la esclavitud.

Es risible esa forma que muchos seres humanos tienen para perseguir la felicidad, cuando bien pudieran disfrutarla desde su interior; porque es ahĆ­ donde se encuentra y desde donde fluye naturalmente y con abundancia si se la sabe activar.

Muchas personas convierten su vivir en una permanente agitaciĆ³n, que mĆ”s se parece a una locura cotidiana que a un proceso natural del don otorgado por el Gran Hacedor del universo. Ellas son, por ejemplo, las que apenas tienen tiempo y pensamiento para las cosas materiales; se entregan por completo a reunir placeres tan efĆ­meros como la vida misma, sin disfrutarlos a plenitud.

Acumulan bienes y luego no pueden gozar de ellos. Generalmente, son otra personas las que se dan la gran vida con esos bienes. Y a estas Ćŗltimas no les cuesta, ni les ha costado ningĆŗn esfuerzo obtenerlos.

Una historia cuenta que un seƱor de apellido Romero fue abandonado por sus familiares tan pronto comprobaron que, Ćŗnicamente, amaba el dinero y que nada le importaban su esposa e hijos.

Cuando Romero muriĆ³, quien habĆ­a sido su Ćŗnico amigo, y que jamĆ”s estuvo de acuerdo con su manera de ser, se sentĆ³ en una silla en el andĆ©n de su casa para contemplar desde ahĆ­ el cortejo fĆŗnebre que llevaba a Romero hacia el panteĆ³n.

Fue en esos momentos cuando alguien lo escuchĆ³ decir: «AhĆ­ va Romero. En su juventud gastĆ³ su salud buscando dinero. Y en la senectud gastĆ³ su dinero buscando salud. Hoy, ya sin dinero, ya sin salud, ahĆ­ va Romero, en un ataĆŗd».

Hay gente que Ćŗnicamente piensa en trabajar (hasta llevan trabajo a sus casas, por la noche). No es que trabajar sea censurable, por supuesto que no. Es el exceso lo que agobia.

Desde muy temprano estĆ”n en esa funciĆ³n, no toman los alimentos con el tiempo suficiente, no descansan en cada jornada, sino que hacen de ella una tortura autoinfligida: al llegar a casa no reposan para recobrar energĆ­as, sino que siguen pensando y actuando en funciĆ³n del trabajo del dĆ­a siguiente. Y ni los domingos se conceden un alto en el camino para, por lo menos, revisar por quĆ© tienen una vida tan agitada, tan tirana y cruel.

El domingo lo dedican al lavado del carro o de la motocicleta. Todo el dĆ­a se entregan a una labor inicua como esa, cuando bien pueden hacerlos asear en un autoservicio o serviteca por unos pocos pesos.

Por estar en esos ajetreos estĆ©riles, desperdician el tiempo que podrĆ­an concederle a su familia. Por eso, la comunicaciĆ³n intrafmiliar se enfrĆ­a hasta que se interrumpe; y cuando la comunicaciĆ³n familiar se interrumpe, surge el caos y se acaba la relaciĆ³n humana entre sus miembros.

Renunciar a los apegos hacia las cosas es urgente en la sociedad de hoy. Lo inteligente no es volverse esclavo de las cosas (carros, motocicletas, televisores, equipos de sonido, celulares, etcƩtera) hasta el punto de que ellas quiten el espacio para apreciar la vida. Lo inteligente es hacer uso racional de ellas, y que sean ellas las que estƩn a nuestro servicio; no al contrario.


















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