La atormentada vida del copiloto suicida
Andreas Lubitz debĆa renovar su licencia en junio con un examen, que por su enfermedad mental y sus problemas de visión, estaba seguro que no iba a pasar.
Desde muy pequeƱo, cuando apenas podĆa pronunciar palabra, le pedĆa a su padre que lo llevara todos los dĆas a la pista de aterrizaje mĆ”s cercana para ver despegar a los aviones. En cada cumpleaƱos pedĆa aeronaves a escala y las paredes de su cuarto poco a poco se fueron atiborrando de afiches en donde un Mirage reposaba al lado de un Concorde. Cuando los domingos acompaƱaba a su madre a la iglesia del barrio a escucharla tocar el órgano, se arrodillaba y le pedĆa con fuerza a su Dios que algĆŗn dĆa lo hiciera un piloto de larga distancia. El ocĆ©ano atlĆ”ntico serĆa la carretera por la cual se deslizarĆa su vida.
Y Andreas Lubitz estuvo a punto de conseguirlo. A los 14 años empezó a frecuentar el club aéreo de la localidad alemana de Montabaur, pueblo en donde siempre vivió con sus padres. Era el primero en llegar y el último en irse. La rigurosidad y obsesión con el que afrontaba sus estudios rayaba a veces en lo patológico. Era su único tema y la única razón por la que se levantaba cada mañana.
Lamentablemente para Ć©l, dos hechos empezaban a bloquearle el sueƱo. El primero era su tendencia a la depresión que fue aumentando con los aƱos. Cada vez que se hundĆa en el pantano de la amargura, perdĆa todos los avances que hacĆa y tenĆa que ser devuelto a un nivel inferior al que correspondĆa. A los 20 aƱos, cuando empezó a estudiar en Bremen, todo parecĆa pintar muy bien hasta que los viejos fantasmas volvieron a aparecer y tuvo que dejar la aviación durante seis meses. DespuĆ©s viajarĆa a Phoenix para completar sus prometedores estudios y hasta allĆ” volvió a atacarlo el desasosiego. Es que a pesar de toda la voluntad que tenĆa para alcanzar su sueƱo, se le cruzaba en su camino otro enemigo: a medida que iba creciendo su visión iba disminuyendo.
En el 2012, cuando le suspendieron su licencia, el diagnostico era inapelable: Ć©l no tenĆa las condiciones fĆsicas ni mentales para seguir pilotando. Incansable, pasó el test que le hizo la compaƱĆa de bajo costo Germanwings y a mediados del 2013 ya estaba de nuevo en una cabina, llevando con pulso firme la vida de un centenar de personas.
Hace menos de un mes todo en su vida parecĆa brillar. VivĆa con su novia en un apartamento de 120 metros cuadrados en una exclusiva zona de Dusseldorf. HabĆa encargado dos Audis y, al parecer, su compaƱera estaba embarazada. Cada domingo, muy temprano, se levantaba a correr por la ciudad. ParecĆa la misma imagen del Ć©xito. Pocos sabĆan la angustia que lo cocinaba por dentro.
En julio vendrĆan unas nuevas pruebas sicológicas y fĆsicas en las que difĆcilmente podrĆa salir bien librado. ParecĆa inevitable que Andreas Lubitz fuera condenado a estar para siempre lejos de los aviones. Una azafata con la que salió un breve periodo de tiempo reveló las escalofriantes confesiones que el joven de 27 aƱos le hacĆa “Un dĆa harĆ© algo que cambiarĆ” todo el sistema. Y entonces todo el mundo sabrĆ” mi nombre y lo recordarĆ””. Teniendo en cuenta su tendencia a la megalomanĆa y narcisismo, es bastante probable que a 30 mil pies de altura y mientras sobrevolaba los Alpes francĆ©s, su lugar ideal para tocar el cielo, Andreas se haya sentido inspirado.
Faltaba media hora para llegar a su destino, el vuelo se habĆa adelantado un cuarto de hora en Barcelona y el piloto no habĆa tenido tiempo de ir al baƱo. El hombre se levanta y ordena a Lubitz poner todo en orden para el inminente aterrizaje, Ć©ste le contesta con un extraƱo laconismo “ojalĆ”” y “vamos a ver”. El piloto sale y despuĆ©s nunca volvió a entrar. Lubitz ya preparaba el espectĆ”culo: si no habĆa tenido la vida gloriosa para la que se habĆa preparado, al menos iba a tener un final por el cual serĆa recordado por siempre. Los gritos de horror de 140 personas que escuchaba detrĆ”s suyo no le hicieron temblar el pulso.
Andreas Lubitz debĆa renovar su licencia en junio con un examen, que por su enfermedad mental y sus problemas de visión, estaba seguro que no iba a pasar.
Desde muy pequeƱo, cuando apenas podĆa pronunciar palabra, le pedĆa a su padre que lo llevara todos los dĆas a la pista de aterrizaje mĆ”s cercana para ver despegar a los aviones. En cada cumpleaƱos pedĆa aeronaves a escala y las paredes de su cuarto poco a poco se fueron atiborrando de afiches en donde un Mirage reposaba al lado de un Concorde. Cuando los domingos acompaƱaba a su madre a la iglesia del barrio a escucharla tocar el órgano, se arrodillaba y le pedĆa con fuerza a su Dios que algĆŗn dĆa lo hiciera un piloto de larga distancia. El ocĆ©ano atlĆ”ntico serĆa la carretera por la cual se deslizarĆa su vida.
Y Andreas Lubitz estuvo a punto de conseguirlo. A los 14 años empezó a frecuentar el club aéreo de la localidad alemana de Montabaur, pueblo en donde siempre vivió con sus padres. Era el primero en llegar y el último en irse. La rigurosidad y obsesión con el que afrontaba sus estudios rayaba a veces en lo patológico. Era su único tema y la única razón por la que se levantaba cada mañana.
Lamentablemente para Ć©l, dos hechos empezaban a bloquearle el sueƱo. El primero era su tendencia a la depresión que fue aumentando con los aƱos. Cada vez que se hundĆa en el pantano de la amargura, perdĆa todos los avances que hacĆa y tenĆa que ser devuelto a un nivel inferior al que correspondĆa. A los 20 aƱos, cuando empezó a estudiar en Bremen, todo parecĆa pintar muy bien hasta que los viejos fantasmas volvieron a aparecer y tuvo que dejar la aviación durante seis meses. DespuĆ©s viajarĆa a Phoenix para completar sus prometedores estudios y hasta allĆ” volvió a atacarlo el desasosiego. Es que a pesar de toda la voluntad que tenĆa para alcanzar su sueƱo, se le cruzaba en su camino otro enemigo: a medida que iba creciendo su visión iba disminuyendo.
En el 2012, cuando le suspendieron su licencia, el diagnostico era inapelable: Ć©l no tenĆa las condiciones fĆsicas ni mentales para seguir pilotando. Incansable, pasó el test que le hizo la compaƱĆa de bajo costo Germanwings y a mediados del 2013 ya estaba de nuevo en una cabina, llevando con pulso firme la vida de un centenar de personas.
Hace menos de un mes todo en su vida parecĆa brillar. VivĆa con su novia en un apartamento de 120 metros cuadrados en una exclusiva zona de Dusseldorf. HabĆa encargado dos Audis y, al parecer, su compaƱera estaba embarazada. Cada domingo, muy temprano, se levantaba a correr por la ciudad. ParecĆa la misma imagen del Ć©xito. Pocos sabĆan la angustia que lo cocinaba por dentro.
En julio vendrĆan unas nuevas pruebas sicológicas y fĆsicas en las que difĆcilmente podrĆa salir bien librado. ParecĆa inevitable que Andreas Lubitz fuera condenado a estar para siempre lejos de los aviones. Una azafata con la que salió un breve periodo de tiempo reveló las escalofriantes confesiones que el joven de 27 aƱos le hacĆa “Un dĆa harĆ© algo que cambiarĆ” todo el sistema. Y entonces todo el mundo sabrĆ” mi nombre y lo recordarĆ””. Teniendo en cuenta su tendencia a la megalomanĆa y narcisismo, es bastante probable que a 30 mil pies de altura y mientras sobrevolaba los Alpes francĆ©s, su lugar ideal para tocar el cielo, Andreas se haya sentido inspirado.
Faltaba media hora para llegar a su destino, el vuelo se habĆa adelantado un cuarto de hora en Barcelona y el piloto no habĆa tenido tiempo de ir al baƱo. El hombre se levanta y ordena a Lubitz poner todo en orden para el inminente aterrizaje, Ć©ste le contesta con un extraƱo laconismo “ojalĆ”” y “vamos a ver”. El piloto sale y despuĆ©s nunca volvió a entrar. Lubitz ya preparaba el espectĆ”culo: si no habĆa tenido la vida gloriosa para la que se habĆa preparado, al menos iba a tener un final por el cual serĆa recordado por siempre. Los gritos de horror de 140 personas que escuchaba detrĆ”s suyo no le hicieron temblar el pulso.
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