Así fue el primer plebiscito votado en el país
En 1957, hace casi 60 años, los colombianos utilizaron por primera vez este mecanismo.
El domingo primero de diciembre de 1957 los colombianos salieron a votar en un plebiscito que muchos dicen que era más bien un referendo: una reforma constitucional cuyo contenido se sometía a la aprobación o no del pueblo –que dijo que sí–, para validar lo que se llamó el Frente Nacional: el acuerdo de paz entre los partidos Liberal y Conservador, que llevaban casi treinta años, o más, de una guerra civil no declarada. (Vea en video: Así vivió Colombia su primer plebiscito)
Quizás por eso ese ‘Sí’ fue un plebiscito, porque en el fondo se le preguntaba a la gente si quería o no la paz, aunque el texto de la votación tuviera 14 artículos de una gran complejidad política y jurídica, en los que se hablaba no solo de la mecánica del Frente Nacional sino también de la igualdad de derechos entre los hombres y las mujeres, por ejemplo, y la obligación del Gobierno de invertir “no menos del 10 por ciento” de su presupuesto en la educación pública.
Pero la discusión real era esa: si después de tantas décadas de odio cainita, de sectarismo, de horror de lado y lado, los colombianos aceptaban un esquema político de transición en el que se olvidaban todas las heridas del pasado y en el que el poder, que hasta entonces había sido un botín de guerra, se repartía por mitades entre los dos bandos, que en la víspera estaban acostumbrados a matarse y a negarse sin tregua.
Esa fue la campaña del plebiscito, que además era el punto de llegada de la lucha civil contra la dictadura de Rojas Pinilla, quien a su vez había surgido como un ‘salvador de la República’ ante la feroz sangría de la violencia bipartidista. Pero lo que al principio pareció cura era en verdad un mal peor, como siempre pasa en esos casos, y esa fue también la certeza desesperada que llevó a la creación del Frente Nacional.
Por eso todo el establecimiento lo apoyó sin fisuras, los partidos políticos, la gran prensa, los industriales, el clero, todos; ‘la nación’, como se decía entonces. Y por eso la votación en el plebiscito de 1957 fue tan contundente, 4’169.294 votos en favor del ‘Sí’, contra 206.654 en favor del ‘No’ y 20.738 votos en blanco: las elecciones con el nivel más alto de participación en la historia de Colombia.
Había también quienes se oponían, claro, desde el directorio conservador de Antioquia hasta uno de los caudillos históricos de la derecha colombiana, Gilberto Alzate Avendaño. Y un político rojista, José María Nieto, repartió un volante que decía: “Católicos: ¡Alerta! El plebiscito será un triunfo del comunismo, del protestantismo y de las logias liberales contra la Iglesia”. Los comunistas, sin embargo, se abstuvieron, no votaron.
Así empezó el Frente Nacional, y es un lugar común adjudicarle el origen de buena parte de nuestras desgracias en las últimas cinco o seis décadas. Se supone que allí, en esa voraz repartija del poder entre los liberales y los conservadores, empezó todo lo malo, empezó o empeoró: la corrupción de los partidos y su desquiciamiento ideológico; la perpetuación de un sistema político excluyente y cerrado.
La manera en que esa alianza contradecía su propio nombre y sus aspiraciones, pues imponía a la brava una idea binaria de ‘lo nacional’ en la que muchos actores, que ya para ese momento no eran liberales ni conservadores, o que nunca lo habían sido, se quedaron por fuera, adobando un resentimiento y un rechazo hacia el sistema que muy pronto iba a ser el caldo de cultivo, la cantera, de nuevas violencias, de otra guerra sin fin.
También el Frente Nacional significaba el triunfo de un proyecto oligárquico y desvergonzado: el pacto de no agresión de ese “país político” al que tanto había criticado Jorge Eliécer Gaitán y que después de haberse matado por el poder con sus banderas rojas o azules, ahora decidía que era mejor repartírselo con gotero y en partes iguales, cobijarse todos con él, taparse las vergüenzas y anular así el pasado y sus infamias.
Todo eso es cierto y podrían decirse aún más cosas, si uno quiere. Pero con una sola aclaración sobre la mesa que también es necesaria y que se nos ha ido olvidando con el tiempo: el Frente Nacional, con todos sus defectos, con todas sus consecuencias, fue un verdadero proceso de paz. Y además uno muy exitoso y duradero, aunque restringido, claro, al problema para el cual fue concebido como solución, la violencia bipartidista.
Lo que pasa es que esa solución se agotó allí, en ese solo objetivo, y fue el origen de unos nuevos problemas y unas nuevas realidades que después se desbordaron, como cuando un remedio cura una enfermedad pero es la causa de otra mucho peor. Sin embargo eso no siempre se puede saber de antemano, y también es importante, sobre todo desde la perspectiva histórica, juzgar las cosas en su contexto, saber para qué fueron creadas.
Es muy fácil criticar, desde la cima del tiempo cumplido, desde este futuro que es nuestro presente, lo que fue el Frente Nacional por lo que no hizo, por su legado perverso. Pero muchas veces eso implica desconocer, o menospreciar, el hecho de que el Frente Nacional sí sirvió para lo que fue creado, y resolvió un problema que en ese momento era el más grave que tenía Colombia.
Después de la independencia, y a lo largo de todo el siglo XIX, nuestro país se construyó con la certeza atroz de que las armas eran el escenario natural de la política, su mejor camino. De allí esa sucesión de guerras civiles que acababan siempre con una constitución humeante en la punta del fusil y con el envilecimiento y la marginación del enemigo, que entonces se armaba otra vez para empezar una nueva guerra. Y así sin parar.
Luego, en los años 30 del siglo XX, con el inicio de la ‘República liberal’, esa vieja tradición de la violencia política volvió a prender fuego, pero ahora en una confrontación velada y feroz que ya no era como las de las guerras de antes –las del coronel Aureliano Buendía–, sino que ocurría dentro de los causes aparentes de la democracia y la vida civil, solo que con unos niveles de sevicia y sectarismo nunca antes vistos.
Eso fue lo que desencadenó esa ‘guerra civil no declarada’ que el Frente Nacional estaba llamado a terminar: un relato que empieza (o sigue, más bien) con los levantamientos campesinos en los años 30, y que pasa por el asesinato de Gaitán en 1948, el cierre del Congreso un año después, la convulsa presidencia de Laureano Gómez y luego Roberto Urdaneta, y el golpe militar de Rojas Pinilla en 1953. Miles de muertos regados.
A eso se había llegado cuando en 1956 Alberto Lleras Camargo, el jefe del Partido Liberal, buscó a Laureano Gómez en su exilio español. Y de ese encuentro en Benidorm surgió el Frente Nacional: el pacto de los dos partidos históricos de Colombia para acabar con la dictadura; pero sobre todo la aceptación de que ambos habían perdido la guerra, porque de alguna manera todas las guerras se pierden.
Vino así el 10 de mayo de 1957, el día de la caída de Rojas y el establecimiento de la Junta Militar comprometida a la ‘restauración de la normalidad’. Entonces Lleras volvió a España, ahora a Sitges, a entrevistarse otra vez con Gómez. En ese encuentro, el 20 de julio, se sentaron las bases teóricas de lo que iba a ser en la práctica el Frente Nacional, sobre todo lo que se llamó la ‘paridad’ (otros decían ‘malparidad’): la repartición del poder.
Dicen que Lleras llevaba a ese viaje, como en un cubilete, la fórmula mágica del plebiscito que Alberto Hernández Mora le había sugerido para destrabar el dilema jurídico de los acuerdos del Frente Nacional. Porque como no había Congreso desde 1949, la única vía de darles validez a esos acuerdos era la de convocar de manera directa al pueblo para la “reconquista de su patrimonio cívico común”.
Y así se hizo: el 4 de octubre de 1957 la Junta Militar convocó a los “varones y mujeres colombianos” para que se pronunciaran, “el primer domingo del mes de diciembre”, sobre los 14 puntos de ese plebiscito que era más bien un armisticio. Pedro Nel Rueda Uribe demandó el acto ante la Corte Suprema de Justicia, que le respondió con un argumento inequívoco: lo que había en Colombia era una revolución para restablecer la democracia.
El primero de diciembre hombres y mujeres salieron a votar, estas últimas estrenando ese derecho que les había conferido en 1954, qué paradoja, el propio Gustavo Rojas Pinilla. Votaban quienes tuvieran cédula; y quienes no, también.
Ganó el ‘Sí’ por arrolladora mayoría y Alberto Lleras dijo: “Se inicia la Segunda República”.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
Especial para EL TIEMPO
Por: JUAN ESTEBAN CONSTAÍN | 1:05 p.m. | 2 de octubre de 2016
Quizás por eso ese ‘Sí’ fue un plebiscito, porque en el fondo se le preguntaba a la gente si quería o no la paz, aunque el texto de la votación tuviera 14 artículos de una gran complejidad política y jurídica, en los que se hablaba no solo de la mecánica del Frente Nacional sino también de la igualdad de derechos entre los hombres y las mujeres, por ejemplo, y la obligación del Gobierno de invertir “no menos del 10 por ciento” de su presupuesto en la educación pública.
Pero la discusión real era esa: si después de tantas décadas de odio cainita, de sectarismo, de horror de lado y lado, los colombianos aceptaban un esquema político de transición en el que se olvidaban todas las heridas del pasado y en el que el poder, que hasta entonces había sido un botín de guerra, se repartía por mitades entre los dos bandos, que en la víspera estaban acostumbrados a matarse y a negarse sin tregua.
Esa fue la campaña del plebiscito, que además era el punto de llegada de la lucha civil contra la dictadura de Rojas Pinilla, quien a su vez había surgido como un ‘salvador de la República’ ante la feroz sangría de la violencia bipartidista. Pero lo que al principio pareció cura era en verdad un mal peor, como siempre pasa en esos casos, y esa fue también la certeza desesperada que llevó a la creación del Frente Nacional.
Por eso todo el establecimiento lo apoyó sin fisuras, los partidos políticos, la gran prensa, los industriales, el clero, todos; ‘la nación’, como se decía entonces. Y por eso la votación en el plebiscito de 1957 fue tan contundente, 4’169.294 votos en favor del ‘Sí’, contra 206.654 en favor del ‘No’ y 20.738 votos en blanco: las elecciones con el nivel más alto de participación en la historia de Colombia.
Había también quienes se oponían, claro, desde el directorio conservador de Antioquia hasta uno de los caudillos históricos de la derecha colombiana, Gilberto Alzate Avendaño. Y un político rojista, José María Nieto, repartió un volante que decía: “Católicos: ¡Alerta! El plebiscito será un triunfo del comunismo, del protestantismo y de las logias liberales contra la Iglesia”. Los comunistas, sin embargo, se abstuvieron, no votaron.
Así empezó el Frente Nacional, y es un lugar común adjudicarle el origen de buena parte de nuestras desgracias en las últimas cinco o seis décadas. Se supone que allí, en esa voraz repartija del poder entre los liberales y los conservadores, empezó todo lo malo, empezó o empeoró: la corrupción de los partidos y su desquiciamiento ideológico; la perpetuación de un sistema político excluyente y cerrado.
La manera en que esa alianza contradecía su propio nombre y sus aspiraciones, pues imponía a la brava una idea binaria de ‘lo nacional’ en la que muchos actores, que ya para ese momento no eran liberales ni conservadores, o que nunca lo habían sido, se quedaron por fuera, adobando un resentimiento y un rechazo hacia el sistema que muy pronto iba a ser el caldo de cultivo, la cantera, de nuevas violencias, de otra guerra sin fin.
También el Frente Nacional significaba el triunfo de un proyecto oligárquico y desvergonzado: el pacto de no agresión de ese “país político” al que tanto había criticado Jorge Eliécer Gaitán y que después de haberse matado por el poder con sus banderas rojas o azules, ahora decidía que era mejor repartírselo con gotero y en partes iguales, cobijarse todos con él, taparse las vergüenzas y anular así el pasado y sus infamias.
Todo eso es cierto y podrían decirse aún más cosas, si uno quiere. Pero con una sola aclaración sobre la mesa que también es necesaria y que se nos ha ido olvidando con el tiempo: el Frente Nacional, con todos sus defectos, con todas sus consecuencias, fue un verdadero proceso de paz. Y además uno muy exitoso y duradero, aunque restringido, claro, al problema para el cual fue concebido como solución, la violencia bipartidista.
Lo que pasa es que esa solución se agotó allí, en ese solo objetivo, y fue el origen de unos nuevos problemas y unas nuevas realidades que después se desbordaron, como cuando un remedio cura una enfermedad pero es la causa de otra mucho peor. Sin embargo eso no siempre se puede saber de antemano, y también es importante, sobre todo desde la perspectiva histórica, juzgar las cosas en su contexto, saber para qué fueron creadas.
Es muy fácil criticar, desde la cima del tiempo cumplido, desde este futuro que es nuestro presente, lo que fue el Frente Nacional por lo que no hizo, por su legado perverso. Pero muchas veces eso implica desconocer, o menospreciar, el hecho de que el Frente Nacional sí sirvió para lo que fue creado, y resolvió un problema que en ese momento era el más grave que tenía Colombia.
Después de la independencia, y a lo largo de todo el siglo XIX, nuestro país se construyó con la certeza atroz de que las armas eran el escenario natural de la política, su mejor camino. De allí esa sucesión de guerras civiles que acababan siempre con una constitución humeante en la punta del fusil y con el envilecimiento y la marginación del enemigo, que entonces se armaba otra vez para empezar una nueva guerra. Y así sin parar.
Luego, en los años 30 del siglo XX, con el inicio de la ‘República liberal’, esa vieja tradición de la violencia política volvió a prender fuego, pero ahora en una confrontación velada y feroz que ya no era como las de las guerras de antes –las del coronel Aureliano Buendía–, sino que ocurría dentro de los causes aparentes de la democracia y la vida civil, solo que con unos niveles de sevicia y sectarismo nunca antes vistos.
Eso fue lo que desencadenó esa ‘guerra civil no declarada’ que el Frente Nacional estaba llamado a terminar: un relato que empieza (o sigue, más bien) con los levantamientos campesinos en los años 30, y que pasa por el asesinato de Gaitán en 1948, el cierre del Congreso un año después, la convulsa presidencia de Laureano Gómez y luego Roberto Urdaneta, y el golpe militar de Rojas Pinilla en 1953. Miles de muertos regados.
A eso se había llegado cuando en 1956 Alberto Lleras Camargo, el jefe del Partido Liberal, buscó a Laureano Gómez en su exilio español. Y de ese encuentro en Benidorm surgió el Frente Nacional: el pacto de los dos partidos históricos de Colombia para acabar con la dictadura; pero sobre todo la aceptación de que ambos habían perdido la guerra, porque de alguna manera todas las guerras se pierden.
Vino así el 10 de mayo de 1957, el día de la caída de Rojas y el establecimiento de la Junta Militar comprometida a la ‘restauración de la normalidad’. Entonces Lleras volvió a España, ahora a Sitges, a entrevistarse otra vez con Gómez. En ese encuentro, el 20 de julio, se sentaron las bases teóricas de lo que iba a ser en la práctica el Frente Nacional, sobre todo lo que se llamó la ‘paridad’ (otros decían ‘malparidad’): la repartición del poder.
Dicen que Lleras llevaba a ese viaje, como en un cubilete, la fórmula mágica del plebiscito que Alberto Hernández Mora le había sugerido para destrabar el dilema jurídico de los acuerdos del Frente Nacional. Porque como no había Congreso desde 1949, la única vía de darles validez a esos acuerdos era la de convocar de manera directa al pueblo para la “reconquista de su patrimonio cívico común”.
Y así se hizo: el 4 de octubre de 1957 la Junta Militar convocó a los “varones y mujeres colombianos” para que se pronunciaran, “el primer domingo del mes de diciembre”, sobre los 14 puntos de ese plebiscito que era más bien un armisticio. Pedro Nel Rueda Uribe demandó el acto ante la Corte Suprema de Justicia, que le respondió con un argumento inequívoco: lo que había en Colombia era una revolución para restablecer la democracia.
El primero de diciembre hombres y mujeres salieron a votar, estas últimas estrenando ese derecho que les había conferido en 1954, qué paradoja, el propio Gustavo Rojas Pinilla. Votaban quienes tuvieran cédula; y quienes no, también.
Ganó el ‘Sí’ por arrolladora mayoría y Alberto Lleras dijo: “Se inicia la Segunda República”.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
Especial para EL TIEMPO
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